A menudo he criticado a las calientabraguetas (por ser elegante), a la chica Balay que calienta pero no quema. La que disfruta jadeándote en la oreja para dejarte luego con un buen dolor de huevos.
Ni que decir tiene que pocas cosas hay que me exasperen más que estas niñatas adivadas que se suplen así su falta de autoestima.
Pues bien.
Debo decir, sin temor a equivocarme, que he encontrado a un calientabragas.
De los peores.
De los que acarician, tocan, muerden la oreja, susurran, y en el último momento se apartan de ella y la dejan tirada en el sofá con los pantalones humeantes.
Quizás realmente no le guste la chica, quizás no se atreva, o quizás sea una cuestión de principios. Pero está claro que, sin duda, disfruta con esa certeza maquiavélica de que está apelando a un instinto que va a quedar insatisfecho, alimenta el ego causando excitación, y el masoquismo negando algo que parecía claro en el momento más crítico.
Y me parece una gilipollez igual de exasperante.